La venganza es cruel, pero nunca más cruel que cuando se basa en un orgullo mortificado. En el pasaje que tenemos ante nosotros, se lleva a un extremo casi increíble. Amán ocupaba el más alto puesto de honor, junto a la familia real, en el imperio asirio. Todos los súbditos del reino se inclinaban ante él. Pero había un hombre pobre, un tal Mardoqueo, que se sentaba a la puerta del rey y, por consiguiente, pasaba a menudo por delante de Amán, quien se negaba a rendirle este homenaje. Ante esta negligencia, Amán se sintió gravemente ofendido. Lo consideró un insulto insufrible, que sólo podía ser expiado con la muerte del ofensor. Averiguando los hábitos y conexiones de Mardoqueo, Amán descubrió que era judío: y, concibiendo probablemente que este espíritu despectivo invadía a toda la nación, y considerando un asunto de poca importancia sacrificar la vida de un solo individuo, determinó, si era posible, destruir a toda la nación de una vez; y, en consecuencia, hizo esta propuesta al rey Asuero, comprometiéndose con sus propios recursos a compensar al tesoro del rey cualquier pérdida que pudiera producirse en los ingresos por la medida propuesta.